La Isla Bonita

Mi llegada a la “Isla Bonita” fue el sábado 12 de febrero. Al llegar al hotel en el que se habían alojado la mayoría de notarios ya me esperaba mi antecesor en la plaza, Jaime Agustín, que me explicó de primera mano el funcionamiento de la notaría y de las actas que iba a preparar y firmar, aconsejándome y poniéndome al día en alguno de los expedientes que habían quedado pendientes. Pude ir gracias a mi compañera de plaza, Marián Santamaría, tan voluntaria como yo porque sin su generosidad en el trabajo yo no habría podido dejar el despacho.

El domingo, día que queda libre para hacer turismo y visitar la isla, me fui a Tenerife, a visitar a mis primos y en especial a mi tía Evelia, buena y entrañable mujer a la que hacía años que no veía. Después de un fantástico día familiar, regresé a La Palma para descansar antes de mi primera jornada como notario de Tazacorte. Antes de dormir, llamé a mi esposa y mis hijos, pero hablé solo con ella porque mis hijos ya se habían ido a la cama, y es que había llamado una hora tarde, claro…

Lunes, 7 de la mañana, 8 en la península. Me levanté, me duché, me vestí “de uniforme” (con el polo que me identifica como notario),  y me dirigí a la casa de la cultura de Tazacorte. El viaje desde el hotel son unos 45 minutos, pero no se me hizo largo porque el paisaje es precioso y la música lo amenizaba. Al poco de cruzar el túnel que atravesaba la montaña que divide la isla, la carretera baja hacia la villa de Tazacorte y ahí estaba el volcán, humeante todavía.

En la oficina notarial me esperaban Raquel y José, muy educados, atentos, trabajadores y voluntariosos, como tuve ocasión de descubrir durante la semana, en la que les cogí gran aprecio. La primera persona que apareció me describió una situación que se iba a repetir durante la semana: su finca, dedicada a plataneros y que había recibido por herencia, estaba bajo una colada del volcán, o entre ambas coladas sin manera de acceder. Comprobé la documentación aportada, a veces inexistente y casi siempre insuficiente en circunstancias normales; visualicé el mapa oficial que mostraba las coladas y la afectación de la finca: revisé el Catastro para identificar la finca y busqué e identifiqué a posibles perjudicados o interesados. Indiqué qué documentación se debía aportar, en su caso, y qué personas necesitaba que vinieran para poder autorizar el acta, junto a dos testigos, y así tras la publicación del correspondiente edicto, poder entregarles el documento que deberían llevar para cobrar las tan preciadas indemnizaciones que no consuelan, pero que ayudan ante esta situación.

La tarea de notario, en la que se incluye atender, escuchar, tranquilizar y dar ánimos, se daba aquí en su máxima expresión. La inmediatez con el ciudadano, propia de nuestra profesión, hace que empaticemos en determinadas circunstancias, y en esta situación la empatía era máxima.

Cuando salí de la oficina me dirigí hacia la colada de lava para fotografiarla, y al hacerlo y enviar un selfie con ella a mis amigos y familia, todos coincidían: “Estás muy serio, ¿no?”. La verdad es que después de los relatos de la mañana, no veía la colada como el fenómeno natural que era y su extraña belleza, sino al contrario: veía su fealdad social, su dureza, su capacidad destructora, y no sólo de bienes y fincas, sino de pertenencias, de reliquias familiares, de recuerdos…

“Ese árbol de aguacate lo plantó mi abuelo” me decía una afectada, enseñándome un vídeo en el que se veía cómo avanzaba la colada, lenta pero implacable, dentro de su finca.

Y pasaban los días, atendía a la gente por la mañana e intentaba organizar los expedientes y preparaba las actas por las tardes. Por la noche un poco de compañerismo: quedé con el notario del colegio de Valencia que se encargaba esa semana de la notaría de El Paso. Tuve el lujo de coincidir con Paco Cantos, el decano de esa comunidad autónoma, impulsor de esta iniciativa de voluntariado notarial junto a Alfonso Cavallé, decano de Canarias y José Alberto Marín, mi decano de Cataluña. Con Paco cenamos toda la semana compartiendo momentos, expedientes e historias que mucho, poco, o a veces nada tenían que ver con notarías. “Estamos en las trincheras” me decía, y tenía razón. Quizá la gente se imagine que  son como unas vacaciones, pero en absoluto, fuimos a trabajar y eso hicimos: trabajar. Pero con ilusión, sabiendo que ayudábamos a las personas que explicaban su historia y, en ocasiones abrían su corazón, que lloraban a nuestro lado y maldecían el volcán al que no querían ni que se le pusiera nombre, explicando cómo les daba un vuelco el corazón cuando pasaba un camión y el suelo temblaba levemente, temblor que su mente, inconscientemente, asociaba al volcán.

Firmé durante mi semana unas diez actas, no todas preparadas por mí, sino algunas recogiendo el trabajo de mis anteriores compañeros y dejé preparadas otras tantas y así mismo dejé todas las notas que pude sobre los expedientes que no se pudieron firmar, intentado ser lo más claro posible para que los que vinieran detrás pudieran aprovechar al máximo el trabajo hecho.

La vuelta a casa siempre es alegre pero me quedaba un regusto amargo: ahora ya sabía cómo hacer los expedientes más rápido, con otra semana podría haber preparado y autorizado muchas más actas y ayudar a más gente… Pero sabía que los compañeros que vendrían tras de mí seguirían y siguen esta labor, con el mismo ahínco e implicación que los que hemos estado ya en la “Isla Bonita”.

Por Víctor Asensio, notario de Malgrat de Mar, Barcelona.