El volcán se apaga, la presencia notarial no
¿Por qué me apresuré a responder al llamamiento, a la leva de notarios voluntarios para acudir a La Palma? No estoy muy seguro de cuáles fueron las razones. Hubo algo de impulso emocional y alguna consideración más práctica: mi socio Curro Arriola quedaba guardando la notaría. Su apoyo hacía posible (deseable, pensaban quienes trabajan en nuestro despacho) mi ausencia. Así que todo el mérito ha de apuntarse a mi compañero.
Mi ofrecimiento fue inmediatamente respondido por el Colegio de Valencia, de quien partía la llamada. Me indicaban que eran tantos los que habían respondido positivamente que, si acaso más adelante, se pondrían en contacto conmigo. Pensé que las largas se debían a que habían indagado sobre mis circunstancias personales y al conocer mi edad pudieron imaginarme perdiendo el equilibrio en el borde del cráter y siendo engullido por el volcán. Erré: unas pocas semanas después contactaron telefónicamente conmigo y me preguntaron si mantenía mi disposición. Respondí que la sostenía y me dijeron que se encargaba el Colegio de Valencia de la logística del viaje, del alojamiento y del alquiler de un coche para los desplazamientos dentro de la isla. Además, me anticiparon que me enviarían un kit: impactantes sudadera y camisas color burdeos, con sendos escudos bordados de rutilante aspecto identificadores de nuestra función fedataria. También un chaleco de emergencia, una billetera con una placa de metal impresionante, que haría palidecer de envidia a la que portan los agentes de policía de Nueva York.
Debía acudir a La Palma del 7 al 15 de febrero. Aterricé en el aeropuerto isleño, de una sola pista, pegante al mar (esta proximidad le daba el aspecto de la cubierta de un portaviones). Salió a recibirme el compañero que me precedió en la misión y a quien yo venía a sustituir: Javier González Granado, grande entre los grandes. Grande espiritualmente, porque su consistencia física era como la del hidalgo manchego: seco de carnes, sin pizca de grasa. No es de extrañar, además de corredor de largas distancias me contó que el sábado anterior había hecho una excursión montañera de más de 30 kilómetros con guía local. Nueve horas al aire libre. Me recomendó contactar con la guía y me facilitó su teléfono. Javier procedía de Formentera: saltó de isla. Cenamos sosegadamente y me puso al tanto de su plan de trabajo. Desde el hotel donde nos hospedábamos debíamos desplazarnos hasta Los Llanos por carretera. Treinta kilómetros. La isla, cuyo perfil recuerda al de un corazón estirado de Norte a Sur, presenta una elevación acusada en su columna vertebral. El trayecto era una subida hasta un túnel y un descenso. Carretera muy sinuosa, con tráfico fluido y pavimento abrasivo, de buen agarre. Consumía algo más de media hora el viaje. Difícil de reducir este tiempo por mucho que uno se empeñara y por mucha afición al volante que poseyera. En la cena, Javier me contó que se levantaba a las seis y media, llegaba a El Paso hacia las ocho y cuarto y trabajaba hasta las seis de la tarde, con un breve receso de pocos minutos para comer algo. Hacia las siete estaba de vuelta en Cancajos. Pensaba yo que iba a ser algo más llevadero, pero me pareció que debía seguir la rutina exigente de Javier. Así que al día siguiente me presenté donde él me había indicado, en la Casa de Cultura del Ayuntamiento de El Paso. En ella se había habilitado una sala de unos cuarenta metros cuadrados en la que trabajábamos varias personas, de las que, por no ser personas públicas solo daré el nombre: me acompañaban Sonia, funcionaria municipal, que realizaba muy competentemente las funciones de oficial de notaría; José Manuel, técnico del Catastro; y Luis, tasador que el alcalde de la localidad, Sergio Rodríguez, había destinado al servicio. El propio alcalde se había encargado de dotar de mobiliario a la sala. Los equipos y conexiones informáticas las había aportado el Colegio de Valencia, siempre con su activo decano, Francisco Cantos, al frente. Ya había realizado varias estadías como voluntario en la isla y todavía sería el compañero que me relevaría a mí.
El programa notarial informático que utilizábamos era el de AGN.
Empezaba a temer que me hubiera precipitado al ofrecerme tan impulsivamente a participar en el proyecto. No podía evitar que me viniera a la memoria el caso de una sobrina, la cual, terminados sus estudios universitarios y llamada a trabajar en Madrid, tal vez para llenar su tiempo de soledad acudió a una subasta benéfica y pujó con tanto entusiasmo por una bicicleta que luego no tenía dinero suficiente para pagarla. ¿Me había sucedido lo mismo? ¿Acaso fui un inconsciente al sumarme a una empresa que superaba mis capacidades?
La colaboración del personal de apoyo de la “notaría de campaña” disipó mis temores.
Por Ramón Múgica, notario en Bilbao.