Volver a La Palma

Hace ahora un año del principio del desastre del volcán de Cumbre Vieja.

Su tremenda fuerza e impacto nos devolvió a todos a la realidad de un mundo que puede ser muy hostil y en el que las personas comprobamos nuestra debilidad.

Para los españoles de la península, la realidad volcánica de Canarias es algo difuso que uno no calibra hasta que se lo encuentra de repente, y más si lo observa en toda su virulencia.

El mérito del elemento humano es, desde antiguo, adaptarse al medio y sacar partido de ello, consciente de su insignificancia.

Y hacerlo de acuerdo a unas reglas que permitan respetar al otro, no perjudicar a la larga el medio y obtener un progreso lícito. 

Civilización en una palabra.

Me tocó ser uno de los primeros notarios que acudió desde fuera de las islas cuando se puso en marcha la iniciativa de diversos colegios, con el apoyo diligente del Ministerio de Justicia y la Dirección General,  de ayudar a paliar en lo posible la situación.

Con la erupción en ese momento activa, y con la carga de incertidumbre que flotaba en el ambiente sobre su duración y alcance, experimenté en esos días un shock personal importante, al ver en directo y sin filtros la desgracia para miles de personas de perder sus viviendas y medios y modos de vida. Desolación, incertidumbre, angustia, tristeza.

Pero ya percibí en aquel momento, y se ha resaltado por otros compañeros, la enorme dignidad con  que la inmensa mayoría de afectados afrontaban la situación.

Volví impresionado y en mi fuero interno agradecido por haber tenido la oportunidad de ayudar en una situación dramática y observar la entereza y solidaridad con que la población había reaccionado. 

Había podido sentir una lección de vida.

Ver a los equipos de voluntarios, policías, bomberos, sanitarios, científicos, funcionarios y otros compañeros notarios que habían respondido a la llamada, poniéndose a disposición de la sociedad para lo que necesitara, me insufló dentro de las terribles circunstancias, un optimismo y un orgullo legítimo: el de pertenecer a una comunidad de existencias, intereses y sentimientos, que estaba viva, y que no abandonaría a los suyos.

Había tenido la oportunidad de poner mi pequeño granito de arena y el privilegio de sentir la función social de nuestra profesión en su sentido más puro: aquello para lo que fue creada.

Me sentí en deuda con la isla desde entonces. Había venido a ayudar, y salía de allí yo ayudado.

Y ahora, al volver al cabo de unos meses a servir otra vez la notaría provisional de Los Llanos, con todo más calmado, aunque con las situaciones personales sin resolver en muchísimos casos, y las ayudas públicas pendientes de entregarse en su mayor parte, viendo el trabajo realizado desde las notarías provisionales puestas en marcha para facilitar  la acreditación de los daños y que las indemnizaciones y ayudas públicas se puedan cobrar, paliando los males, he sentido  también algo que me ha resultado gratificante: un cierto optimismo en la gente.

Que no se basa en lo que les darán o no, algo que se ve con cierta sorna, sino en lo que lleva dentro, en el espíritu que la anima: sigue amando a su tierra y la defenderá y se defenderá, ayudándose, mientras pueda.

Resignada, pero con un punto de vitalidad y esperanza que no pude percibir tan nítidamente la primera vez.

He comprendido mejor lo que la civilización significa en su sentido profundo, cuando la naturaleza no está en cierto modo controlada: la lucha contra el medio sin desvirtuarlo, la voluntad de seguir adelante con los pies en la tierra, y en armonía colectiva.

Una tierra de lava y una gente de ley que me pone la piel de gallina y a la que me sentiré  siempre vinculado por el respeto y el afecto.

Por Iván Emilio Robles, notario en Badalona (Barcelona).